Editorial

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La familia marca la calidad

En un congreso celebrado recientemente en Barcelona (España) se ha analizado cómo es el momento actual de la relación entre la discapacidad intelectual y la familia. Más de uno puede pensar que este análisis es irrelevante. «¿Quién va a dudar que la familia es el ámbito natural de la persona con discapacidad? ¿Quién va a dudar que la familia siempre vuelca todo su amor en ese hijo con discapacidad?»

Las realidades no son tan concluyentes cuando las vivimos de cerca. Nadie va a dudar del amor que la familia «siente» por ese miembro suyo con discapacidad. Ni del protagonismo que ha tenido en el arranque y desarrollo del movimiento asociativo relacionado con la discapacidad intelectual. Lo que ya no está tan claro es cómo y en qué, hoy y ahora, se traduce ese amor. Es evidente que muchos padres se entregan con absoluta dedicación, generosidad y pasión a la formación completa de sus hijos con síndrome de Down. Pero son también muchos los padres que se contentan con asegurar el mínimo de su salud física, para que «no sufra y viva feliz», sin implicarse realmente en lo que es más difícil: mantener la ilusión de la educación, de la formación, de ofrecer oportunidades de vida autónoma durante la vida adulta del individuo. Es decir, ofrecer una asistencia día a día para que mejore su personalidad, asegurar el contacto permanente con los profesionales para analizar juntos cómo alcanza los objetivos propuestos.

Es en el ámbito familiar en donde el hijo ha de desarrollar los valores que van a hacerle, como adulto, un individuo responsable, cultivador de sus intrínsecas cualidades, e incluso punto de encuentro de los diversos miembros que conforman una familia. Quien de verdad marca la diferencia, con independencia de su nivel intelectual, en el comportamiento, bien-estar y bien-ser de estas personas, es la familia que las ha sostenido y guiado.

Quisiéramos hacer llegar a la familia, además, la convicción de que la alegría de cada día vale la pena. Cada minuto, cada hora, cada día, cada año que nuestro hijo vive su vida y la comparte en plenitud, gracias al esfuerzo que él y nosotros hemos efectuado, son realidades que han de llenarnos de placer y de gozo. El esfuerzo diario nace de la convicción de que cada instante de su vida es valioso en sí mismo; porque gracias a ese esfuerzo su mente se abre a más posibilidades, su conducta se manifiesta en una creciente integración social, sus sentimientos afloran en expresiones verbales o gestuales que declaran su alegría de vivir. Vivir el presente no significa renunciar a prever el futuro, sino disfrutar de los miles de pequeños momentos felices que sus vidas nos reportan.

Cada gota de avance y de progreso conseguidos se va acumulando y enriquece el haber de nuestra realidad. Reconocer la alegría de cada día es fabricar autoestima: la suya y la nuestra, porque todos la necesitamos. No es ocultar la cabeza bajo el ala; todo lo contrario: es objetivar y dar realce al esfuerzo positivo y consciente con que nos manejamos en la vida. Ello hace que su y nuestra existencia tengan sentido, independientemente de por cuánto tiempo se prolonguen.