Calidad de vida en los adultos con síndrome de Down

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Calidad de vida en los adultos con síndrome de Down

Jesús Flórez

J. Flórez es Director de Canal Down21,

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Con este título hube de abrir brecha en una jornada celebrada el pasado octubre en Monterrey (México), dedicada a plantear aspectos concretos relacionados con la vida de los adultos con síndrome de Down. Es el caso que las ponencias que habían de desarrollarse a lo largo del día eran bien concretas:

  • Salud mental
  • Relaciones afectivas
  • Lectura y ocio
  • Habilidades sociales
  • Inteligencia emocional
  • Habilidades artísticas
  • La transición a una vida independiente
  • Planes positivos
  • La salud del adulto hoy y su futuro
  • Aspectos biorreproductivos en el hombre

 

En esas circunstancias, ¿qué podría exponer que no fuera a pisar las ponencias de los demás que, por especialistas cada uno en su tema concreto, abordarían cada tema con mucho mayor conocimiento y experiencia? No me resultó fácil solucionar este dilema hasta que opté por adoptar una postura que, sin interferir en el desarrollo de los demás ponentes, aportara algo que quizá no habría de estar suficientemente explícito en el desarrollo del programa de esta sesión. Mi planteamiento fue el siguiente:

¿Cómo debe actuar la familia para asegurar que la vida adulta de su hijo habrá de seguir, aprovechar y disfrutar de todas esas líneas de actuación que vamos a escuchar a lo largo del día?

UNA CUESTIÓN PREVIA

 Cuando hablamos del adulto con síndrome de Down, claramente tenemos que plantear una cuestión de principio. ¿A qué adulto nos referimos?

La adultez en el síndrome de Down, como en cualquier otro colectivo, abarca muchas edades; pero sus peculiares circunstancias obligan a hacer más precisiones. Por lo menos las siguientes:

  1. El adulto de más de 40-50 años, en el que apreciamos el inicio o la presencia de un declive en su capacidad cognitiva y en su conducta, que obedece a esa precocidad del envejecimiento que es una característica del síndrome de Down.
  2. El adulto con claras manifestaciones de demencia tipo Alzheimer.
  3. El adulto que no manifiesta declive personal, pero que, por las circunstancias que sean, no ha sido preparado para desarrollar mayores o menores grados de autonomía y autosuficiencia (comunicación, amistades, lectura, desarrollo del ocio, vida social…). Es decir, está “sano”, física y mentalmente, pero es completamente dependiente
  4. El adulto que ha sido preparado y que empieza a ver realizada la posesión de su autonomía, en el grado en el que la haya buenamente alcanzado. El adulto que vive ya su particular independencia, con los apoyos adecuados a sus necesidades.

 Es posible que haya algún grupo más que no ha entrado en esta sencilla clasificación. Pero en cualquier caso, la que aquí presento nos sirve para darnos cuenta de la enorme variedad de situaciones y circunstancias a las que nos podemos enfrentar, como padres o como cuidadores.

¿Cuál será la calidad de vida que debamos considerar y trabajar para cada una de ellas?
Con toda seguridad, los ponentes que me sucedieron a lo largo del día respondieron con su profesionalidad y conocimiento a estas preguntas. Si las planteé fue porque quería resaltar las siguientes consideraciones.

  1. La calidad de vida de un adulto empieza a ser perfilada en su niñez. Mucho más si la persona tiene discapacidad intelectual. ¿Consecuencias…?
  2. La calidad de vida no es un concepto unívoco: ha de ajustarse a las cualidades propias de una persona y a su contexto. La diversidad es una nota sustancial en el síndrome de Down, superior a la que observamos en el resto de la población. No pidamos, pues, peras al olmo.
  3. La promoción de la calidad de vida de una persona con síndrome de Down ha de ir pareja, paralela, a la promoción de vida de su entorno: familia, comunidad.
  4. Promover la calidad de una persona con discapacidad lleva aparejado el desarrollo de toda una serie de valores o de virtudes por parte de las personas que le prestan su apoyo: familia, cuidadores.

 Ciertamente, cada uno de estos puntos se merecía una sesión. Pero, ante las limitaciones de tiempo, fue en la última consideración en la que decidí detenerme para desarrollarla con mayor concreción.

TEMPLE, RESILIENCIA

Hay una palabra que se va extendiendo cada vez más profusamente. Iniciada en la jerga de los psicólogos, siempre prestos a fagocitar y españolizar sin remilgos cualquier término inglés novedoso cuyo concepto les satisfaga porque cumple un claro propósito, la oímos con frecuencia cada vez mayor en diversos ambientes. Se trata de la resiliencia. La primera vez que la oí acudí al diccionario de la RAE en donde, por supuesto, no la encontré. Me fui al diccionario de inglés-español en donde, claro está, ahí figuraba: resilience. Su traducción decía: «elasticidad; en el ámbito de la mecánica, resiliencia». Supe después que es un término que expresa un concepto muy valorado en el mundo de la mecánica de los materiales para indicar una importante propiedad. La resiliencia representa la capacidad del material de absorber y liberar energía dentro del intervalo de comportamiento elástico. Mide, pues, su capacidad para absorber energía elástica, lo que le dota de resistencia al choque, de no fragilidad.

José Antonio Marina, en su última actualización de la obra ‘Aprendiendo a vivir’ escribe: «Últimamente se habla mucho en la literatura psicológica de la resiliencia, que es la capacidad de resistir situaciones muy adversas, y de recuperarse de ellas». Yo creo que, en términos psicológicos —con el permiso de los expertos, sean físicos o psicólogos― resiliencia indica un paso más: no sólo resistir situaciones difíciles y  recuperarse o sobreponerse, sino resistir, sobreponerse y afrontarlas con determinación saliendo fortalecido de ellas, superándolas. El espíritu humano resiste pero, como el buen material, basándose en su elasticidad interior aporta una acción positiva, un vigor que mejora la realidad. Hay un término clásico español que quizá defina la resiliencia: el temple. Hay un temple de ánimo como hay un temple de acero que combina sabiamente la dureza con la elasticidad.

Cuando una familia entra en contacto con la discapacidad intelectual y se ve en la necesidad de afrontarla —porque o lo hace ella o no lo hace nadie— se ve en la necesidad de desarrollar su temple; es decir, su capacidad de resistir con paciencia ante lo que, en principio, se presenta como una seria adversidad, y de actuar con determinación a lo largo de toda una vida. Temple como actitud de base, y temple en cada una de las mil circunstancias y momentos que van a ponerle a prueba. Eso, en definitiva, es lo que le va a capacitar para poner en juego las dos clases de valentía que distinguía Platón: el coraje deemprender y el coraje de perseverar, los cuales, siguiendo a Marina, son los componentes de la fortaleza.

El inicial desconcierto familiar ante la irrupción de la discapacidad en su seno tiene que ser convenientemente manejado. Es entonces cuando se ha de sustanciar el temple de la familia, liderado esencialmente por la madre y el padre pero secundado por los demás miembros, en la medida de sus circunstancias personales. Ya no es sólo resistir ante una eventualidad que se presenta ante ellos con tintes absolutamente desconocidos y tenebrosos, sino responder de tal modo que se inicie un nuevo compromiso; a saber: dotar a ese ser que se incorpora a la familia de los mejores atributos posibles. Pero esa vida nueva es una vida en desarrollo, con altos y bajos, con necesidades siempre nuevas; de ahí que el compromiso ha de ser repetidamente renovado y eso exige incorporar la insustituible virtud de la paciencia perseverante, que nada tiene que ver con la resignación ciega, pasiva e inerme, sino con la energía capaz de emprender y reemprender, de mantener el empeño pese a cualquier dificultad.

No menos importante es el cultivo de ese temple en el caso del cuidador no familiar: el profesor, el profesional ocupacional o el sanitario. Aunque no se puede generalizar, a diferencia de la familia, el cuidador afronta la discapacidad intelectual desde una posición diferente. Va hacia ella voluntariamente, incluso muchas veces vocacionalmente y, si las cosas se plantean bien, va provisto de una formación y de una base de conocimientos y de recursos que previamente ha adquirido. Pero el trabajo constante y pertinaz, la escasez de resultados inmediatos como tantas veces ocurre, la variedad de circunstancias imprevistas y la dificultad real de muchas situaciones son capaces  de enfriar y bloquear las intenciones mejor motivadas. Por eso requiere conservar, cuidar, vigilar y ejercitar su propio temple que de forma implacable lo pone a prueba. No hay resiliencia capaz de evitar que un material sometido a tensión impropia acabe por quebrarse.

La pregunta que nos debemos hacer es si nuestros actuales sistemas educativos, nacidos del débil ambiente cultural que nos impregna, son lo suficientemente clarividentes como para promover en nuestros niños y en nuestros jóvenes el desarrollo de estos valores ―temple, constancia, paciencia, fortaleza― que vamos a necesitar a lo largo de nuestra vida, o si el cultivo de determinadas virtudes fundamentales para mantener la esencia y convivencia humanas es considerado tarea arcaica y pazguata. Se trata de valores que forman parte de todo un elenco de recursos personales que ayudan a construir la felicidad, la nuestra y la de los demás.

¿Se nace con temple o se adquiere? Plantear este tipo de alternativas que a primera vista pudieran parecer incompatibles es fórmula en buena parte superada. Porque en cualquiera de los casos se necesita educación: enseñar y practicar. Es cierto que el niño es el real protagonista de su desarrollo pero en nosotros está el ayudarle a desarrollar una personalidad inteligente. Y eso es responsabilidad de todos. Lo que sucede es que malamente podremos transmitir lo que nosotros mismos no poseemos ni practicamos.

Calidad de vida en los adultos con síndrome de Down

DISCAPACIDAD: EL TRATO DIARIO

Si contemplamos la actitud ética de la sociedad respecto a la discapacidad, nos encontramos con luces y sombras. Como ocurre con casi todo lo marcado por la condición humana. Sorprende la frecuencia creciente con que personas con actividades muy mediáticas, especialmente políticos y artistas, se dejan —o se hacen— fotografiar en primeros planos junto a personas con discapacidad (preferibles, niños o personas que llevan en su cara signos evidentes de su discapacidad). Incluso la fuerza económica de un Banco o de una Caja es pregonada e ilustrada con imágenes de los patrocinios y apoyos que presta a las personas con discapacidad.

Pero destaquemos su aspecto positivo: quien se fotografía así lo hace porque es consciente que la sociedad valora cada vez más la actividad o la actitud a favor de la discapacidad. La práctica unanimidad con que los diversos partidos políticos españoles aprobaron la Ley de Discapacidad, y el pulso ganado finalmente por el movimiento asociativo al gobierno y los sindicatos para incorporar en esa Ley actuaciones hacia grupos de personas con discapacidad intelectual que quedaban claramente marginadas en el proyecto inicial, es otro ejemplo de cómo la sociedad eleva progresivamente el listón de su talante ético hacia todas estas personas. Todo esto está muy bien.

Pero el discurrir diario de nuestro contacto con el mundo de la discapacidad ha de ser analizado bajo otro prisma. No basta con tomar decisiones morales en momento críticos dentro de la orientación general que queremos dar a nuestro proyecto de convivencia; es preciso también analizar lo que hacemos cotidianamente, porque tratándose de una relación interpersonal, la vivencia cotidiana se convierte en el factor más relevante de nuestro compromiso ético, en el hoy y en el ahora.

¿Cómo sostener las decisiones adecuadas en el día a día? ¿Cómo hacer efectiva permanentemente su moralidad? ¿Cómo conseguir que nuestras decisiones previamente interiorizadas se expresen en hábitos de conducta? Lo primero que debemos subrayar, como indica Xavier Etxeberria (Aproximación ética a la discapacidad. Publicaciones Universidad de Deusto, Bilbao 2005), es que «no hay algo así como una ‘ética especial’ para la relación cotidiana con las personas con discapacidad, lo que expresaría en realidad una marginación de las mismas. Lo que tenemos es una ‘ética para todos’ que está llamada a asumir las circunstancias específicas de las personas, entre las que, en algunas, está la circunstancia de discapacidad, en toda su variedad».

Es cierto que en el trato diario con las personas con discapacidad son importantes los principios para orientar y clarificar los dilemas morales; pero son absolutamente indispensables las que no dudo en darles su nombre primigenio: las virtudes. El término ha perdido garra; y ahora suena a mojigatería o ñoñería, a minusvaloración vital. Y tratamos de sustituirlas por otros términos: actitudes, valores. Pero no son lo mismo. Virtud apunta a algo muy positivo, ¡nada menos que la felicidad!, y no como camino hacia ella sino como felicidad en realización, como vida lograda, como plenitud. La virtud —siguiendo a Aristóteles— realiza la excelencia del que actúa, le hace ser de hecho lo que potencialmente ya es. Al desarrollar ciertas virtudes en nuestro trato diario con las personas con discapacidad, no sólo nos hacemos más humanos, sino que contribuimos a hacer también humanas a las personas con las que nos relacionamos y a la sociedad en general.

El desarrollo de la virtud la convierte en hábito, es decir, en esa disposición para hacer el bien que se expresa en la realización de unos modos de conducta que se mantienen, son sostenidos de manera natural. El hábito significa práctica, en cuyo éxito han de participar diversos factores interrelacionados. En primer lugar nuestro propio carácter, nuestra forma de ser; pero también las condiciones objetivas de nuestra vida social y, sobre todo, la educación. La educación como instrumento de aprendizaje de la virtud; una educación que, por naturaleza, comprende e integra lo que es sentimiento, lo que es motivación, y lo que es razón dado que el ser humano es “deseo inteligente, inteligencia deseante”.

Pues bien, descendiendo a lo concreto, debemos ofrecer y concretar el marco de virtudes que han de adornar nuestro trato diario con las personas con discapacidad –si queremos dotar del debido contenido ético a nuestra relación con ellas–. Obviamente, su cultivo y expresión dependerán sustancialmente de nuestras circunstancias personales y de nuestras relaciones concretas con las personas objeto de nuestro trato: en la familia, en la escuela, en el trabajo, en el barrio-parque-centro comercial-restaurante-discoteca… He aquí unas cuantas que propone Etxeberría:

  • la amistad, aceptando la dimensión asimétrica que establece la propia discapacidad,
  • la prudencia y la fortaleza que son apoyo decisivo para todas las demás,
  • la benevolencia, que impulsa la acogida, la acción benefactora completada con la «estudiosidad» o impulso para mantenerse actualizado,
  • la humildad, que evita el peligro de la superioridad engreída,
  • la confianza y la esperanza que posibilitan modos de relación y horizontes que por un lado dan sentido a lo que se emprende y, por otro, lo estimulan constantemente,
  • la paciencia y la perseverancia, que facilitan que el acompañamiento sea constante,
  • la serenidad y la mansedumbre, que permiten afrontar adecuadamente las situaciones conflictivas y difíciles de la relación,
  • la capacidad para el diálogo y la veracidad, que asientan la relación en la comunicación y la verdad,
  • la simpatía e incluso el buen humor, que estimulan una relación esponjada y gozosa.

Quizá merezca la pena ir analizando de qué manera se articulan unas y otras, y operan en beneficio de los dos polos de la relación. Porque esto ya no es “hacerse la foto”; es experimentar la cotidianeidad de una aceptación consciente, responsable y plena.

DISCAPACIDAD Y TRATO DIARIO: FORTALEZA

Sin duda, nuestra personalidad se construye a partir de nuestra naturaleza, pero el mundo creado por la inteligencia humana propone modelos de vida y modelos de personalidad que consiguen superar a la propia naturaleza. Así es como conseguimos crear —si lo queremos— un proyecto de vida que tenga un sentido y un planteamiento éticos. El sentido de la vida, tal como afirma Martin Seligman, impulsor de la psicología positiva, no es una cosa que se hereda; es más bien un rasgo funcional que el propio individuo va elaborando a partir de sus decisiones y de las circunstancias que se ha ido forjando. «Si quieres incrementar tu nivel de felicidad, y no puedes ir mucho más allá en tus emociones positivas, seguramente puedes volcarte en algo que te apasione y te ayude a sentirte útil; eso te afectará en un nivel mucho más profundo». Por eso, «educar a un niño no consiste en corregirle constantemente sino en apreciar sus cualidades o puntos fuertes, y en alimentarlos todo lo posible. Nuestra tarea, por tanto, es ayudar a la gente a encontrar sus propias virtudes y promoverlas para que así sean más felices».

Y es así como se enmarca el despliegue de virtudes humanas que necesitamos cultivar en nuestro trato diario con las personas con discapacidad. Nos vamos realizando en una dirección que para la antropología negativa es la nada, mientras que para la antropología positiva es la plenitud. Más aún, la muerte da paso a una realización más vigorosa merced a la cual la experiencia vital culmina para que se siga continuando en las siguientes generaciones. Ese es el fundamento de la esperanza que, a su vez, constituye la base sólida sobre la que se asienta la fortaleza, ayudada en todo momento por la prudencia.

La prudencia y la fortaleza son el apoyo decisivo para todas las demás virtudes que hemos de desarrollar en nuestro trato diario con las personas con discapacidad intelectual. La prudencia ayuda a discernir ese punto de equilibrio que necesitamos para ejercitar las otras a la hora de vivirlas en una circunstancia concreta. La fortaleza aporta el vigor que se necesita para practicarlas cuando aparecen las múltiples dificultades que jalonan nuestra vida en proyecto, es decir, nuestra vida en libertad. Y al hablar de libertad, como cuando hablamos de la inteligencia, es preciso recordar que, si bien ambas son bienes formales, estructurales, sólo alcanzan su perfección cuando se cargan de un contenido éticamente valioso. Como valores formales, libertad e inteligencia son bienes sublimes que hincan sus raíces en nuestra naturaleza humana, pero su valoración última será dictada y sentenciada por el uso real que de ellas hagamos.

Considero que la fortaleza es la aplicación de la inteligencia para transformar la realidad. Los animales carecen de fortaleza; por eso no crean, simplemente subsisten. En nuestro modo de afrontar el trato, el cuidado y la atención a la persona con discapacidad intelectual no pretendemos suprimir una realidad pero sí transformarla mediante nuestra acción que está forjada en la fortaleza. Ello exige el análisis evaluador permanente para comprobar en qué grado nuestras decisiones impregnadas de prudente fortaleza consiguen realmente seguir y continuar el rumbo de nuestro proyecto transformador. Mantener el rumbo hacia un objeto significativo no significa que no haya que hacer paradas o incluso desviaciones temporales en nuestras acciones tácticas. Pero mantener la fortaleza significa seguir con coherencia y sin desánimo las decisiones objetivamente útiles y necesarias, prudentemente adoptadas aunque a veces molesten y susciten el rechazo inicial de la persona a la que atendemos.

Cuando la fortaleza en el cumplimiento de nuestras decisiones se ve impregnada de los sentimientos de respeto y de compasión —entendida como sentido de comprensión compartida y próxima— hacia la persona con discapacidad a la que atendemos, se asegura la búsqueda pacientemente activa e inteligente del bien, que es la expresión más sublime que una persona puede pretender de su naturaleza humana. Y es así como se va tejiendo el manto cálido de la perseverancia. Es un manto que arropa y envuelve el día a día de nuestro comportamiento, el que mantiene y da continuidad a nuestra acción.

Es posible que algunas de estas ideas choquen con los perfiles de la cultura blanda y débil al uso. Pero aquí —y perdonen lo coloquial de la expresión— no nos podemos andar con chiquitas. Podré hacer de mi capa un sayo con mi proyecto de vida, lo que me dé la real gana; allá yo. Pero cuando se pone en juego mi participación en el proyecto de vida de otra persona a la que debo prestar parte de mi cerebro “sobrado” para completar de alguna forma las carencias del suyo, he de armarme con todos los instrumentos que el devenir humano ha hecho surgir en su largo y fecundo recorrido. Por encima de las motivaciones y estados de ánimo —necesarios, pero quebradizos y cambiantes— hay algo inmutable: el sentido del deber sometido a una inteligencia siempre crítica que le da auténtico contenido.

La fortaleza no nace ni se improvisa. Se hace. El temple no es algo que el artesano introduce como quien echa unas gotas de elixir, sino que exige el forjado paciente y con frecuencia doloroso. Por eso, la fortaleza que mostramos en nuestro trato diario con la persona con discapacidad, cualquiera que sea nuestra relación y responsabilidad para con ella, ha de ir perfumada por el principio de la amistad en la medida en que las circunstancias lo aconsejen. Eso crea un vínculo muy especial y de auténtica reciprocidad marcado por la confianza. Y es que la fortaleza prudente, la perseverancia y la paciencia activa generan seguridad, uno de los sentimientos más agradecidos por quienes se ven y se perciben inseguros dentro de este torbellino que es la vida.

DISCAPACIDAD Y TRATO DIARIO: LA HUMILDAD

En esta reflexión sobre ese puñado de virtudes propuestas para ser ejercitadas en el trato diario dentro del mundo de la discapacidad, llama la atención una que, por su esencia, parece estar fuera de lugar. Me refiero a la humildad. Uno de los valores más sistemáticamente rechazados por la nueva cultura. Nietzsche la veía como la expresión del resentimiento, del odio a sí mismo. Se equivocaba, eso era una caricatura. Humildad significa lucidez y madurez para evaluar en sus justos términos nuestras cualidades y limitaciones, consideradas en sí mismas y en nuestra relación con los demás. Se aprecia muy bien cuando en las iniciativas no se busca el aplauso sino el bien, discretamente, sabiendo asumir los triunfos en lo que son y también los fracasos o equivocaciones, sin empeñarse en la autojustificación.

La humildad es condición importante para poder mantener una relación en la que, como bien dice Etxeberría, existe una cierta asimetría; y eso se da de modo particular en las situaciones en las que resulta imprescindible aportar el cuidado, la ayuda, el apoyo: es exactamente la relación que tan frecuentemente se establece en el mundo de la discapacidad intelectual. De forma espontánea, quien ofrece ese apoyo tiende a pensar que toda la iniciativa y todo el saber están en sus manos. Esta tentación está presente en los padres respecto a sus hijos con discapacidad, pero se acrecienta más todavía en los profesionales, tanto en su relación con las personas con discapacidad como en la que establece con sus familias. Esta es la cuestión que deseo destacar.

NUESTRA OFERTA A LA FAMILIA

Todos estamos de acuerdo en que el objetivo primordial es conseguir que la persona con discapacidad alcance en su edad adulta el bienestar físico y anímico que le permita participar con satisfacción en la vida laboral y social. Es una carrera larga, muy larga y llena de dificultades, que sólo la familia es quien va a acompañar a lo largo de todo su recorrido. Por consiguiente, en la familia hemos de volcar nuestros recursos, tiempo y dedicación. Porque dar seguridad a la familia —es decir, hacer que se sienta segura en sus actuaciones— significa que la familia transmitirá esa seguridad a su hijo. Una persona que crece en un ambiente de seguridad (que no tiene nada que ver con la sobreprotección) es una persona que va alcanzando seguridad en sí misma. En consecuencia, pienso que nuestra acción —humilde— hacia las familias debe estar fundamentada sobre estos cuatro pilares.

Primer pilar: ofrecer calidez

El primer pilar consiste en ofrecer y actuar con calidez, sensibilidad, cercanía, singularidad, interés, acompañamiento. Es su hijo. Es su problema. Probablemente el mayor problema que la familia ha tenido jamás. Al menos, esa es la percepción que al principio se suele tener. No crean que mantener ese ambiente es fácil porque significa que en todo momento nos tenemos que poner “en el lugar del otro” aun cuando a veces veamos de inicio que no tiene razón. Y para ello hay que cuidar mucho el primer contacto. La relación humana, el detalle cordial, es el bálsamo que suaviza el contacto; y nada alegra y anima más unos padres que el comprobar que su hijo no es un número más en la institución sino que es él, con su nombre y apellidos, con su día de cumpleaños, con sus necesidades concretas.

Segundo pilar: hacer crecer en formación

El segundo pilar de nuestra acción de apoyo es la convicción de que, para que la familia crezca en seguridad, ha de crecer en formación. Si la familia va a ser el agente permanente y vigilante, tiene que adquirir conocimiento, información y formación. No es nada sencillo porque la variedad de situaciones no tiene límites. Nunca como ahora hemos dispuesto de tantos medios e instrumentos de información; pero adquirirla, entenderla, asimilarla, retenerla y aplicarla requieren un esfuerzo que no todos están dispuestos a afrontar. Podemos gastar miles de horas en ver, pero no dedicar ni una a leer, y menos a estudiar. Queremos la receta rápida, el consejo inmediato, la solución al instante. Pero si nos dicen que tenemos que analizar el caso, valorar las circunstancias, conocer las alternativas para elegir la que pueda resultar más adecuada a ese caso concreto… Eso cuesta, porque hay que leer, informarse, comparar, consultar aquí o allá. Pues bien, si queremos que sea la familia la que tome la alternativa, es decir, se convierta en protagonista a la hora de tomar decisiones con conocimiento informado, tenemos que irle metiendo poquito a poco el venenillo del conocimiento. En definitiva, ¿de qué se trata? Se trata de saber prestar apoyos a la familia de tal manera que cada vez los necesiten menos.

Tercer pilar: ofrecer una acción individualizada

El tercer pilar está constituido por la acción individualizada. La persona con discapacidad intelectual tiene nombre y apellidos. Sus características y sus necesidades son únicas e intransferibles. Por consiguiente, el apoyo ha de ser, en lo posible, “a la carta”. Cuando hablamos de control de calidad de un servicio hablamos del servicio aplicado a las necesidades concretas del individuo. En el caso de la discapacidad nada hay tan específico como las necesidades que cada persona tiene y los apoyos que requiere. Así, pues, el servicio prestado a la familia ha de ser un servicio plenamente adaptado, en el que prime por encima de todo el interés por la familia. Puede haber conflictos de intereses, por supuesto, pero hay que hacer el esfuerzo por adaptarse a las necesidades de la familia. Y en ese sentido debe quedar bien claro que las familias no están al servicio de los profesionales dentro de una institución, sino exactamente al revés: los profesionales al servicio de las familias. Las instituciones se constituyen y organizan para “servir a”, aunque parece que algunas piensan más en “servirse de”.

Cuarto pilar: tener presente que la acción es a largo plazo

El cuarto pilar es la consideración de que la acción es a largo plazo. Afrontamos una circunstancia particular, la de la discapacidad intelectual, que se caracteriza por su permanencia desde el nacimiento hasta la muerte. Los lazos entre la persona y su familia son más que nunca indisolubles, porque aunque sean cada vez más frecuentes las situaciones de vida autónoma e independiente de los adultos, sabemos muy bien que esas situaciones son relativas por cuanto siempre exigen apoyos de mayor o menor intensidad, y esos apoyos directa o indirectamente van a ser prestados por la familia. En consecuencia, los apoyos que nosotros prestemos a la familia han de seguir un curso evolutivo acorde con su progresión temporal, y en función de su propia historia. Hay una evolución tanto física como psicológica de la persona con discapacidad, y cada etapa sucesiva resulta nueva para la familia: por ello requiere el apoyo de personas o instituciones que atesoran ese gran valor que es la experiencia; una experiencia enriquecida que va acumulando y decantando su propio conocimiento, de modo que sabe desprenderse de lo anecdótico o circunstancial y sabe abrirse a los nuevos tiempos, circunstancias y posibilidades.

¿Qué es lo que nos proporciona la humildad en todo este complejo contenido de acciones de apoyo? Es situar nuestra pericia y nuestra experiencia en su justo alcance y sus justos límites. Una relación, si ha de hacer honor a su nombre, no alcanza la madurez si se realiza siempre en la misma dirección. Por grande que haya sido el desnivel inicial de conocimiento, una familia sensible y activa va reconociendo con relativa rapidez el sitio de su hijo en la familia, sus peculiaridades y características, y empieza a tener muchas cosas que decir. Las reglas fijas no sirven por mucha experiencia que haya detrás, y es imprescindible que los padres se sientan libres y animados a exponer su opinión y sus necesidades. Nadie conoce mejor al hijo que sus padres. Pero la experiencia nos dice lo difíciles que muchas veces resultan estas relaciones: entre la familia y los profesionales, entre la familia y las instituciones, entre los profesionales y las instituciones de las que dependen. Volvemos, pues, al principio: la humildad es condición indispensable para poder mantener una relación eficaz y eficiente marcada inicialmente por una cierta asimetría.

CONCLUSIÓN

La calidad de vida del adulto es directamente proporcional a la calidad de vida de su formación desde la cuna. Familias y profesionales se imbrican en sus actuaciones a lo largo de la vida; pero es la familia la que lleva la mayor carga, por tiempo y por intensidad de contactos y actuaciones. Una buena familia no nace, se hace a partir del desarrollo de una serie de virtudes que ha de desarrollar, por sí misma y recurriendo a apoyos ofrecidos por profesionales y especialistas. Aceptar a la persona con discapacidad y mostrarse dispuesto a que alcance su pleno desarrollo en la vida adulta exige resiliencia para saber recibir y reaccionar, formación para afrontar lo desconocido, fortaleza para mantenerse en paciente constancia, y humildad para saber estar a la altura de la persona a la que queremos y atendemos.