No hay vida sin comunidad; no hay vida sin participación; no hay vida sin comunicación e intercambio. Todo ella se destila en un concepto: la inmersión en la cultura. La breve historia de la acción positiva e individual sobre la persona con síndrome de Down desarrollada en estos últimos 40 años, que tanto beneficio ha conseguido, no es más que el intento paciente, inteligente, por hacer brotar en esas personas los tallos de sus cualidades que les van a permitir incorporarse en el ambiente cultural que les rodea.
En el presente número nos hemos esforzado por presentar esta realidad desde diversos puntos de vista, pero siempre con la perspectiva de la vida del joven y el adulto. No olvidemos que este horizonte es el reclamo que ha de dirigir toda nuestra conducta de acción educadora durante la niñez y la adolescencia. Como indica el primero de los artículos; la calidad de vida de un adulto empieza a ser perfilada en su niñez. Pues bien, la calidad de vida va a quedar penetrada y transformada por la realidad cultural.
La inmersión en el mundo cultural exige formación. Esa formación, en nuestro mundo y en nuestro tiempo, pasa necesariamente por la habilidad de la comunicación en sus distintas componentes, entre los que destacamos el lenguaje —bajo sus distintas formas— que permite la relación, y la lectura y escritura que permiten adentrarse y profundizar autónomamente en el mundo del conocimiento y de los acontecimientos, que son los que conforman la realidad.
No basta con saber leer. Es preciso mantener el interés por la lectura. Es decir: ofrecer medios y espacios de lectura; ofrecer temas y contenidos asequibles en fondo y forma; evitar y reprimir medios de aislamiento, por apetecibles, atractivos y cómodos que parezcan; conseguir que la lectura sea un auténtico reclamo para el esparcimiento y el entretenimiento. Cuando esto se consigue, la persona con síndrome de Down queda definitivamente anclada en el mundo real. Y, además, va a disponer de instrumentos para desarrollar su propia imaginación creativa, para conocer por sí misma, para mejorar su lenguaje, para disfrutar del ingenio creador de otras personas.
Dos de los artículos nos muestran ejemplos de enorme calado sobre la inmersión cultural. Uno nos señala la entrada de los jóvenes en el ambiente universitario. El otro nos relata el programa de interacción entre una concreta y próxima realidad cultural y un servicio residencial de personas con discapacidad intelectual. Ambos son ejemplo de cooperación imaginativa, de voluntad por encontrar intereses comunes, de pensar en las necesidades culturales de las personas a las que atendemos. Son demostraciones de cómo poner en práctica ese concepto que se explica abundantemente en el artículo que abre el presente número de nuestra revista: el trato diario y las virtudes que ineludiblemente le deben acompañar.