Testimonio de Vida

Las Amigas de Maria en su cumpleaños

El cumpleaños de María
Rosario León

Me había prometido a mí misma no decirle a mi hermana María con antelación que en marzo sería su cumpleaños. En los últimos años, sus obsesiones se acrecientan cada vez más y, cuando le anticipo algo, es capaz de verbalizarlo decenas de veces al día, lo que llega a ser extenuante para las dos.

Pero una tarde en que no conseguía sacarla de su espiral de ideas negras, le dije, para animarla, que pronto sería su cumpleaños, que iba a ser un día bonito, con regalos,  felicitaciones, etc.

¡Oh, oh, para qué fue aquello! Estuvo cerca de dos meses hablando de la proximidad de su día. Tanto y tanto habló y planificó, que hasta padrinos quería, como si se tratase de un nuevo bautismo o de una nueva confirmación. Y de nada me valió hacerle ver que era una sencilla onomástica: fui nombrada oficialmente madrina.

En mis salidas previas al cumpleaños de mi hermana me ocupé de buscarle un regalo, pero fueron tantos los días que precedieron a «la celebración», que en vez de un regalo, compré muchos, pareciéndose aquello cada vez más a una nueva llegada del día de Reyes…

María, en su imaginación, también iba aumentando gradualmente la «lista de invitados». Eso sí que me planteaba un gran problema porque, aparte de incluir a seres queridos que viven en el extranjero, nuestra casa no está ahora para visitas y sí muy necesitada de reformas que vamos posponiendo, porque a María le estresan sobremanera las obras y los obreros, y porque realmente ella con la misma facilidad con que se infla, se desinfla, cansándose enseguida de cualquier cosa.

No era cuestión de convocar a nadie para que la protagonista principal, a los cinco minutos de iniciada la fiesta, dijera que estaba cansada o que se iba a ver la tele…

Además de eso, lo confieso, yo ya no doy para más con los cuidados cotidianos y constantes que mi hermana exige y necesita: suelo llegar a las nueve de la noche rendida, tras una jornada de doce horas como mínimo. Eso sin contar la incertidumbre de las noches, que pueden ser plácidas o moviditas, tras las cuales yo, con cansancio o sin él, he de seguir cuidándola al día siguiente como si nada.

Pues bien, tras este preámbulo, pasaré a contar cómo fue la celebración del  cumpleaños de mi hermana.

Maria-y-su-amiga-NoraHay unas señoras maravillosas: guapas, elegantes, distinguidas, que nos saludan desde hace tiempo cuando nos ven en nuestro paseo diario por la avenida que tenemos frente a casa. Yo sabía quiénes eran y ellas sabían quiénes éramos nosotras, pues, al haber vivido tantos años en esta zona, nuestras familias se conocen desde siempre. Pero yo no las había tratado hasta que una de ellas, Nena, se acercó un día a nosotras y nos dijo que daba gusto vernos pasear juntas y que, cuando quisiéramos, podíamos sentarnos a la mesa de la terraza donde ella, su hermana y sus amigas se reúnen para tomar el aperitivo.

Aquel acercamiento tan cálido dio lugar a una proximidad creciente, y a que nos empezáramos a saludar más pausadamente, día tras día. Nena, su hermana Sole,  y las demás amigas como Nora, quien tiene una sobrina con discapacidad intelectual y siente una especial emoción cada vez que ve a mi hermana, empezaron a conocer cada vez mejor a María. Aprendiendo, por ejemplo que, para romper a hablar, María necesita más tiempo que los demás; que necesita sentir que los demás tienen interés en lo que ella quiere decir, y que le van a dejar el tiempo y el hueco para que lo diga.

Así, un día, les comunicó, cómo no, que iba a ser su cumpleaños, cuando todavía faltaba más de un mes. Y solía ser su «tema de conversación» predilecto en nuestros encuentros diarios.

Enseguida me preguntaron las amigas si a María le gustaban los bombones, a lo que yo respondí que, agradeciéndoselo como si le hubieran regalado la caja más grande de los bombones más exquisitos del mundo, les rogaba que no se molestaran en regalarle nada, que los bombones probablemente terminaría comiéndomelos yo -oh, horreur! -, y que María, realmente, lo que pretendía era que aquel día la felicitaran y nada más.

La noche anterior a su cumpleaños, volvió a preguntarme como hacía mil noches: ―¿Y cuándo es mi cumpleaños?

―Mañana.

―¿Y cuándo es mañana?

―Sábado.

―¿Y cuándo es sábado?

―Mañana.

¡Mañana!, repitió ella con los ojos llenos de ilusión, tanta que, por un momento, temí que la emoción le impidiera conciliar el sueño.

Afortunadamente no fue así y a la mañana siguiente, al descorrer las cortinas de la ventana de su cuarto, le di muchos, muchos abrazos y muchos besos y la felicité con mucha alegría diciéndole que, por fin, había llegado su cumpleaños.

Qué contenta se puso. Se diría que le bastaban y le sobraban aquellos besos y aquellas palabras. Hasta llegó a decirme que «su mejor regalo» era yo. Ya se imaginarán lo que me hizo sentir y el calor que inundó mi corazón.

Como eran tantos los regalos que yo le había comprado, decidí ir dándoselos de uno en uno a lo largo del día, diciéndole: Este te lo manda M., que no ha podido venir; este otro te lo manda P., que está en Luxemburgo… Y mi hermana los abría impaciente, y todos los recibía con una enorme sonrisa: ¡Sus amigos se habían acordado de ella!

Al poco rato, empezaron las llamadas telefónicas y, si alguien no llamaba, ya me encargaba de llamarlos yo para pedirles que felicitaran a María, que no cesaba de sonreír.

Finalmente, llegó la hora del paseo. Le regalé un pañuelo y una rebeca y, sinceramente, tengo que decir que me pareció monísima cuando salimos.

Hasta el día nos acompañaba: un sol precioso teñía de intenso azul el mar y el cielo. Estábamos alegres. Las cosas iban marchando, tal vez no como las había planeado ella, pero estaba siendo un día distinto y especial.

Cuando llegamos a la terraza donde estaban nuestras amigas, noté que la estaban esperando. María se acercó: el gran día había llegado, tenía que decir por fin que «hoy era su  cumpleaños». Pero ellas lo sabían de sobra: habían estado muy pendientes los días previos, preguntándonos si el sábado iríamos a pasear como de costumbre.

Aquellas señoras tan guapas, tan elegantes y estupendas, prorrumpieron al unísono en un clamoroso: ¡Muchas felicidades, María!, y le cantaron el cumpleaños feliz. Uno de los trabajadores del restaurante tuvo la feliz idea de hacer sonar una campana de barco que está allí a modo de adorno. No faltaba nada y, sin embargo, aún quedaban muchas emociones. Las amigas le entregaron a María paquetitos primorosamente envueltos en alegres y brillantes papeles. La cara de mi hermana era un poema.

De un paquetito salió un osito rosa de peluche, con una barriguita suave como las plumas. De otro, una tacita preciosa, con una estrellita amarilla y unas letras que decían: «Hoy la estrella eres tú».

Ni que decirles tengo que yo hacía esfuerzos para que la emoción ante tanto cariño no me embargara. Yo quería hacer algunas fotos y no podía permitir que las lágrimas empañaran el objetivo.

La nieta de Nena, una chica llena de juventud, también estaba allí regalando su belleza y su alegría. Tenía en brazos a Rulo. Rulo es un perrito blanco, una criatura especial: cariñoso, alegre, limpio como el oro. Y, aunque el pobre llevaba un cono de plástico en su cabeza, pues el peluquero, sin querer, le había hecho un corte en una de sus orejitas, también sacaba la lengüita rosa y movía el rabo, como queriendo unirse a los saludos a María, y María lo miraba embelesada, como hace cada vez que lo ve, pues Rulo es un miembro de pleno derecho del grupo de las amigas.

Quiso la casualidad que tres chicos universitarios, vestidos de tunos, estuvieran tomándose una cerveza frente a la terraza donde nos encontrábamos, y que Nora tuviese la rápida y brillante idea de pedirles que le cantaran algo a María. Los tunos, sin dudarlo un segundo, cogieron sus bandurrias y sus panderetas y empezaron a cantarle el «Feliz, feliz en tu día» y el «Cumpleaños feliz». Mi hermana no daba crédito: qué guapos son, decía, mientras bailaba en la Avenida, contenta y agradecida al son de las canciones que le estaban dedicando.

Esta vez, lo que era un poema maravilloso era la cara de Nora: no se sabía quién estaba más feliz, si María bailando al son de la música, al son de aquella inesperada y fantástica sorpresa, o Nora viendo la alegría que su brillante idea estaba produciendo en María.

De vuelta en casa, aún nos esperaba una comida familiar con un amigo querido y más regalitos, que mi hermana iba abriendo y enseñándonos contentísima. Hablaba con nosotros, hablaba consigo misma y yo daba gracias al cielo por haber puesto a estas personas extraordinarias en nuestro camino.

Por la tarde fuimos a misa con Nena y con Sole, y Nora nos hizo un gesto cómplice cuando, al volver de comulgar, pasó ante nuestro banco, el mismo en el que María se sentó con nuestros padres durante tantísimos años.

Todo había cambiado. La iglesia ya no la llevaban los Padres Franciscanos que habían tenido allí mismo su convento. La misa la dijo un cura joven, venido de Bogotá que, al quitarse la sotana, se confundía con un ciudadano cualquiera. Le preguntó a mi hermana que si ella era de aquí pues no la había visto nunca, mientras yo pensaba que, antes de nacer él, ya María pasaba la cesta para recoger las limosnas de los feligreses en aquella misma iglesia…

María se quiso confesar y se empeñó en hacerlo en la Sacristía donde antaño entraba como Pedro por su casa. Esta vez hubimos de ayudarla el Padre Cipriano (así se llamaba el sacerdote) y yo, con grave riesgo de caída.

Al despedirnos, el Padre le dijo que Dios quería que fuera feliz, que se marchara tranquila y añadió:

―Adiós, María José.

―¡De la Trinidad!, ―añadió mi hermana muy seria.

―Ah, no me digas. Así se llama la parroquia del barrio colombiano del que yo procedo, ―le contestó él.

Todo había cambiado. Hasta el día al salir se había tornado noche y un viento inesperado creaba fuertes remolinos que nos dificultaban el avance, de por sí dificultoso, de los pasos inciertos de mi hermana.

Su memoria, estragada, le hacía repetir que ella había pecado y que Jesús se había muerto por su culpa… Volvía la espiral negra.

Pero, a pesar del viento y del empeño depresivo de mi hermana, habíamos recibido sobrado alimento de cariño y la ayudé con fuerza a vencer la cuesta para acceder de nuevo a la Avenida. Una vez allí, el viento se dulcificó; nuestros pasos volvieron a ser tranquilos y, de vuelta a casa, fui repitiéndole a mi hermana que había de estar contenta pues ella era una persona muy buena, que nunca hacía daño a nadie, que siempre repartía dulzura y cariño, y que por esa razón todos la queríamos tanto.

Esta carta no tiene conclusión ni moraleja. Los días han seguido discurriendo, y nosotras seguimos paseando. Pero las amigas, especialmente Nora, Sole y Nena, son ya parte inseparable de nuestros paseos: son la ilusión que nos espera al llegar a la terraza donde se sientan; son el saludo diario que nos alegra y nos reconforta.

Sé que es cursi lo que voy a decir a continuación, pero no tengo otra forma de expresarlo: que Dios bendiga a estas mujeres buenas y cariñosas por haber entrado de esta forma tan bonita en nuestras vidas.

Saro