Mª del Mar García Orgaz
Psicóloga General Sanitaria. Fundación síndrome de Down de Madrid. (mar.garcia@downmadrid.org)
El propósito de este artículo es dar a conocer la relevancia de la psicoterapia con personas con discapacidad intelectual, desde la experiencia, ya que se trata de una práctica poco conocida o divulgada. Para ello, se abordan las competencias necesarias del terapeuta y se describen diez particularidades de la psicoterapia dirigida a este colectivo.
Desde la pandemia por Covid-19, ha aumentado la demanda de psicoterapia para toda la población y también para la población con discapacidad intelectual o del desarrollo. Navas y col. (2020) afirman que el 60% de las personas con discapacidad intelectual se sintieron más nerviosos; el 37% padeció un aumento en los problemas de conducta; el 50% de los que no recibieron apoyo perdió habilidades adquiridas; y el 63% de las familias tuvo más estrés o ansiedad por sobrecarga en los cuidados. Este incremento de problemas de salud mental llevó a significar y dar relevancia a la figura del psicólogo. En los medios de comunicación, líderes políticos hablaron de la importancia del acceso a la psicoterapia y otras muchas personas líderes de opinión hablaron con naturalidad de lo positivo que había sido para ellos recurrir a la psicoterapia.
Ante esta demanda, hay poca oferta de psicoterapeutas clínicos o sanitarios para la población general y, menos aún, especializados en salud mental de personas con discapacidad intelectual. Aguado (2021), en su tesis doctoral, hace constar que “tradicionalmente la intervención psicoterapéutica en el campo de la discapacidad intelectual ha recibido poca atención por los diferentes desafíos que implica el trabajo con personas con dicha diversidad”.
Galí (2018) afirma que “el acceso del colectivo a los servicios sanitarios es menor, en parte, por la visión de los profesionales de baja eficiencia de los tratamientos psicológicos, por los déficits cognitivos y dificultades en el habla y lenguaje de las personas con discapacidad”. Similares opiniones fueron expresadas por la psicoterapeuta Garvía (Garvía y Flórez, 2018). Habrá que poner mucho empeño en cambiar esta actitud entre los sanitarios.
De acuerdo con Vergara (2017), “el porcentaje de publicaciones asociadas a los diferentes tipos de discapacidad (motora, visual, auditiva, del espectro autista, intelectual, etc.) entre el año 2010 hasta el año 2016, es muy bajo. No se acude a la red de salud mental, no hay formación específica de los profesionales y existe un ensombrecimiento de la salud mental en la discapacidad”. Ayuso y col. (2011) hablan también del efecto eclipsador de la discapacidad en salud mental, por lo que es clave sensibilizar a la población científica para que investigue y divulgue los datos.
Desde el 2003, el Hospital Universitario de La Princesa (Madrid) cuenta con el servicio especializado en Salud Mental para personas con discapacidad intelectual (SESM-DI). Éste está dirigido a personas adultas con discapacidad intelectual y problemas de salud mental y/o problemas de conducta, que estén en contacto con centros asociados a la Consejería de Políticas Sociales y Familia (tanto públicos como concertados). En Salt (Girona) y en Reus (Tarragona) existen equipos del SESM-DI desde 2003; y en Barcelona desde 2002. Los SESM-DI son un gran apoyo de cara al diagnóstico, pero no resuelven la demanda de intervención psicoterapéutica.
Por el momento, hay poca oferta formativa específica para psicoterapeutas en este ámbito. Por ello, este artículo pretende, por un lado, contribuir a eliminar la barrera de los psicoterapeutas sin experiencia directa en pacientes con discapacidad intelectual para recibirles en consulta. Por otro lado, alerta a los profesionales que inicien prácticas terapéuticas con esta población sobre la necesidad de tener en cuenta las características propias del paciente con discapacidad y el vínculo con él, desde la simetría o igualdad de condiciones, de adulto a adulto; así como tener presente la heterogeneidad de las personas con discapacidad intelectual, tanto en las funciones cognitivas como en la conducta y en el manejo de las emociones. De ahí la relevancia de analizar el perfil del terapeuta desde sus competencias éticas, técnicas y empáticas.
Competencia ética
En cuanto a la competencia ética del psicoterapeuta, nos referimos a tener en cuenta el código deontológico profesional. La psicoterapia es una cuestión ética y social, por lo que el terapeuta ha de estar muy vigilante respecto a su actitud. No debe compartir la intimidad y privacidad del paciente con otras personas, bien sean familiares u otros profesionales que intervengan con el paciente sin que sea estrictamente necesario, y solo se podrá compartir información relevante con el permiso explícito del paciente y en su presencia.
Por otro lado, el derecho al más alto nivel posible de salud mental es una parte esencial del derecho a la salud, reconocido en el artículo 25 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas (2008): ”las personas con discapacidad tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad y los Estados Partes deben adoptar todas las medidas apropiadas para velar por que las personas con discapacidad tengan acceso a servicios de salud que tengan en cuenta las cuestiones de género, incluida la rehabilitación relacionada con la salud”.
El artículo 26 de la misma Convención se refiere a la habilitación y rehabilitación: “Los Estados Partes deben velar por que las personas con discapacidad puedan lograr la inclusión y participación plena en todos los aspectos de la vida: física, mental, social y vocacional”.
Competencias técnicas
En cuanto a las competencias técnicas específicas del psicoterapeuta, éste debe tener presente en su actuación el nuevo paradigma de la autodeterminación y los apoyos. Veamos más detenidamente estos dos aspectos cruciales.
Por un lado, cabe entender la autodeterminación como meta educativa e indicador de la calidad de vida de las personas con discapacidad (Verdugo, 2001). La autodeterminación se considera una combinación de habilidades, conocimientos y creencias que capacita a la persona para implicarse en conductas dirigidas por metas, de forma autorregulada y autónoma.
Una intervención basada en la conducta autodeterminada implica mejorar las capacidades de los sujetos, proporcionarles oportunidades para ejercer control (oportunidades para hacer elecciones y experimentar los resultados de ellas) y diseñar los apoyos y adaptaciones contextuales, didácticas y tecnológicas que hagan posible el ejercicio del control activo sobre su conducta.
Por otro lado, es fundamental tener en cuenta la actual definición de discapacidad intelectual en la que se define ésta como una limitación del funcionamiento intelectual para comprender o razonar; y la limitación de la conducta adaptativa, en temas como los conceptos, las relaciones sociales o las habilidades prácticas, así como la adaptación a los cambios que ocurren en la familia, en el trabajo o en el mundo.
Finalmente, es importante aprehender el modelo de calidad de vida y apoyos (MOCA) que se centra en la adecuación entre las personas y sus entornos, y aborda la discapacidad como una expresión de las limitaciones en el funcionamiento dentro de un contexto social determinado, con sus oportunidades y barreras. El MOCA postula que: (a) la discapacidad no es fija ni dicotómica, sino flexible, según las fortalezas y limitaciones de la persona o la familia y los apoyos disponibles en el entorno; y (b) se pueden mitigar los efectos de la propia discapacidad diseñando intervenciones, servicios y apoyos basados en la participación colaborativa y una comprensión de la discapacidad que proviene de la experiencia y el conocimiento vividos (Verdugo, Schalock y Gómez, 2021).
Las familias, los cuidadores primarios, el personal de apoyo y los maestros son los principales proveedores de apoyo en todo el mundo. Las tres estrategias más aplicables en todos los programas de prestación de apoyos son: (a) un énfasis en la calidad de vida, (b) la provisión de apoyos relacionados con la elección y la autonomía personal y (c) la provisión de apoyos genéricos disponibles para cualquier persona y que pueden ser proporcionados por distintos proveedores. Estas tres estrategias proporcionan conexiones, interacciones y condiciones facilitadoras.
Los principios y valores relacionados con la dignidad, equidad, inclusión, autodeterminación y el empoderamiento son clave en el MOCA (Verdugo, Schalock y Gómez, 2021).
Además de conocer en profundidad los modelos actuales sobre la discapacidad intelectual, son necesarias ciertas competencias técnicas como psicoterapeutas. Según el estudio de Casari (2022), si bien no se han encontrado diferencias significativas en el impacto de los procesos terapéuticos en función del modelo o enfoque adoptado por el profesional, sí se han encontrado diferencias dependiendo de los años de experiencia profesional en el ámbito de la discapacidad. Asimismo, el profesional debe contar con recursos para la supervisión de su práctica. En caso de pertenecer a una entidad, es muy conveniente disponer de espacios y tiempos para la supervisión o revisión de casos, ya que ello puede incrementar las probabilidades de un proceso terapéutico exitoso.
Competencia empática
En relación a la competencia empática, es crucial adoptar una mirada desde la compasión, entendida ésta no sólo como la identificación con el dolor del otro, sino como el firme propósito de aliviar su sufrimiento. Y, en este caso, no hay que perder de vista el sufrimiento que genera la discapacidad intelectual (Muyor, 2011), no solo en la persona sino en su entorno familiar.
El psicoterapeuta debe conectar con la multi-exclusión de su paciente en cuanto a las barreras que la discapacidad conlleva: cognitivas, sociales, familiares, laborales, comunitarias, sanitarias y económicas (Huete, Díaz y Jiménez, 2009).
Esta competencia empática permite conectar con los relatos de sufrimiento de los padres cuando no reciben los suficientes apoyos para sus hijos en los centros educativos (en el caso de Educación Especial, la escolarización es hasta los 21 años), su peregrinación por buscar apoyos extraescolares para poder seguir en formación o en la Educación Ordinaria; por conseguir oportunidades de ocio para evitar el aislamiento y la soledad de sus hijos; por contar con apoyos para mejorar su autonomía en los desplazamientos, en el hogar; la preocupación por cómo se ganará la vida; el miedo al futuro de sus hijos cuando ellos no estén; su obsesión por mantenerles activos para evitar el deterioro; su empeño por no sobrecargar a los otros hijos; y su sobre-adaptación que, en ocasiones, es indefensión.
También hay que conocer que los pacientes con discapacidad intelectual vienen con una historia dolorosa: ser el niño solo en el patio del colegio, el joven sin planes de jóvenes, el adulto con el ciclo vital individual y familiar congelado.
La discapacidad da respeto y, en ocasiones, provoca miedo a los profesionales, quienes a veces, desde la distancia del experto, diagnostican e intervienen sin acercarse, sin vincularse, repitiendo errores invalidantes como la sobreprotección, la comunicación con la familia de intimidades del paciente sin la persona presente, la directividad y los prejuicios.
Particularidades en la terapia con personas con discapacidad intelectual
A partir de la praxis terapéutica, se pueden identificar ciertas diferencias entre la terapia con personas con discapacidad intelectual y sin discapacidad que pueden tenerse en cuenta como procedimiento de intervención psicológica y que, de no tenerlas en cuenta, pueden impedir el vínculo entre paciente y terapeuta y, por consiguiente, limitar el éxito de la misma. Estas particularidades son las siguientes:
- Previos al encuentro.
La primera diferencia sucede ya de manera previa al primer encuentro y es la ausencia del miedo del terapeuta a que no asista el paciente. El paciente con discapacidad intelectual no suele fallar, aunque no quiera asistir a la terapia. El paciente se suele someter a la voluntad de los padres, aunque no le apetezca. En este caso, va a ser muy difícil que ocurra un cambio en el paciente, que sería el objetivo de la terapia. Sin embargo, sí tenemos miedo a que la familia decida que el paciente no aparezca. Esto ocurre cuando el paciente es el síntoma de un problema familiar y al trabajar con él, desequilibramos y creamos crisis familiar.
- Quién hace la demanda.
Es raro que una persona con discapacidad intelectual solicite ir a psicoterapia si no ha ido antes, a pesar de que sea mayor de edad, incluso esté en un trabajo con apoyo y tenga un nivel de autonomía elevado. La demanda surge de un profesional o de un familiar; normalmente, la madre y es ella quien llama para pedir cita. Cuando son adultos mayores, son los hermanos o cuñados quienes hacen la primera demanda. Esto nos va a llevar a plantearnos: ¿a quién devuelvo la llamada?, ¿y a quién convoco a la primera entrevista?
- Con quién se contacta.
La tercera diferencia es con quién contacta el terapeuta, a quién se devuelve la llamada. Se pueden dar múltiples situaciones, y conviene identificar la opción más adecuada en cada caso, pues este primer contacto ya es un elemento significativo para el futuro vínculo con el paciente. Si la demanda la hace un familiar, suele devolverse la llamada a él. En muchas ocasiones, el paciente identifica su malestar, pero no sabe relatar qué le pasa. Puede que no sea capaz de señalar desde cuándo, ante quién, etc., o relacionar la aparición del síntoma con un cambio o una vivencia; por ello, son los familiares los que llaman solicitando ayuda.
Si la demanda la hace un familiar dejando los datos del futuro paciente, conviene llamar a la persona con discapacidad para conocer de primera mano el motivo de la demanda, a qué o a quién lo atribuye y empezar a trabajar el vínculo con él. Si la demanda es una derivación de un colega de la misma entidad, procede contactar con la persona con discapacidad intelectual pues ya se cuenta con su filiación.
En conclusión, cuando se contacta con la persona con discapacidad, se le responsabiliza, se inicia la intervención y el comienzo del posible cambio. Es frecuente que la persona ceda la llamada al familiar para que éste explique, cierre la cita, etc. Este hecho ya es muy significativo pues nos revela información sobre el nivel de la escasa diferenciación con la familia.
- A quién se convoca a la primera cita.
La cuarta diferencia es a quién se convoca a la primera entrevista. Si se ha contactado con la persona con discapacidad, se le debe preguntar si prefiere asistir solo o acompañado y, en este caso, con quién quiere asistir. A partir de esta pregunta, se le está dando sitio y voz, y se está trabajando el vínculo paciente/terapeuta. También hay que clarificarle qué es un terapeuta y en qué le puede ayudar; facilitar esta información desde el primer momento es empoderarle.
Si el contacto inicial se ha realizado con un familiar, conviene solicitar que asistan a la entrevista quienes conviven con la persona con discapacidad intelectual (si es posible) y, por supuesto, la propia persona. También es oportuno indicar al familiar cómo pueden explicarle qué es un psicólogo, en qué consiste hacer terapia y para qué sirve.
Cierto es que un paciente con discapacidad intelectual puede mostrar dificultad en la comunicación verbal y en la compresión del contexto y, por ello, hay que atender de manera extraordinaria a los códigos no verbales, conocer técnicas diversas, y no tener prisa. Convocar al núcleo familiar da la oportunidad de explorar la estructura, la comunicación, y las relaciones familiares, así como identificar los subsistemas normativos y no normativos, los límites con la familia y con el exterior. Debemos dar voz a la persona para escuchar cómo elabora su propia historia de vida y que los demás miembros de la familia le oigan. Es útil utilizar preguntas circulares ya que facilitará que se oigan unos a otros durante la entrevista (Brick y Bermúdez, 2010).
Si se prevé que la entrevista pueda resultar excesivamente larga, puede realizarse en varias sesiones; en cualquier caso, resulta imprescindible para tener una imagen lo más nítida posible del sistema familiar y un buen mapa para intervenir.
Durante la entrevista, hay que asegurar que conteste el paciente cuando el terapeuta se dirige a él y evitar que responda su familia por él; cuidar que el paciente sea escuchado; y nunca hablar de él como si no estuviera presente. De esta manera, se está trabajando el vínculo entre terapeuta y la persona con discapacidad intelectual, factor muy importante para el éxito de la terapia, como ya se indicó anteriormente. En definitiva, el terapeuta debe conducir la entrevista con la convicción de que la persona con discapacidad intelectual forma parte de la familia, toma parte en la dinámica familiar y se siente parte de ella.
Finalmente, es importante que el terapeuta sea capaz de escuchar su propio miedo a no tener suficiente información de partida, y querer atajar esta inicial desinformación con la familia. A veces, este miedo lleva a tener la primera entrevista en exclusiva con los padres o familiares, sin la presencia de la persona con discapacidad intelectual, para que sean ellos los que relaten qué le pasa. Este punto de partida, si bien puede resultar en apariencia más eficaz, no es coherente con las anteriores premisas.
- El encuadre del proceso terapéutico.
El encuadre sistémico resalta la importancia de recibir a los familiares y brindarles vasta información para reemplazar sus inquietudes por certezas, y su inseguridad por comodidad. Cuando en el transcurso de la terapia surjan dificultades, el encuadre nos va a permitir mantenernos orientados.
Debemos asegurarnos de que la persona con discapacidad comprenda qué es hacer terapia para que pueda así participar en el proceso; dejarle claro que la terapia pretende ayudarle a paliar su sufrimiento y comunicarle que por nuestro código ético lo que cuente es confidencial, salvo que corra riesgos. Es revelador que, tras abordar un tema íntimo, el paciente pregunte si va a ser contado a su familia. Y es que las personas con discapacidad intelectual están acostumbradas a que “sus cosas” se compartan sin guardarles la intimidad. En este encuadre, también se debe aclarar con el paciente lo que está permitido y lo que no, así como los límites de la relación terapéutica.
- Expectativas del paciente identificado y la familia.
El paciente identificado es un paciente en situación de multi-exclusión y, por lo tanto, a priori, supone un caso complejo. Hay que atender a la dependencia, el empobrecimiento familiar, el aislamiento, la menor calidad de vida individual y familiar. Conviene preguntar por las soluciones que ya han intentado antes de buscar ayuda profesional, indagar y conocer los mecanismos de adaptación de la familia, y su resiliencia. Un aspecto vital en el proceso es asegurarse de no desequilibrar el sistema familiar, sin sostenerlo ni contenerlo debidamente.
Es importante identificar y clarificar bien las expectativas respecto de la terapia; por ejemplo, “si no vas al psicólogo, no vas a poder trabajar”, “tienes que trabajar con un psicólogo tu impulsividad antes de optar a un puesto de trabajo o entrar en un determinado programa o actividad”.
Otras veces la expectativa de la familia con la terapia es que el terapeuta persuada al paciente de algo concreto; por ejemplo, “que rompa con su novio”, “abandonar la idea de emanciparse”, etc. En definitiva, buscan una alianza con el terapeuta. Estos deseos del adulto joven disparan en su núcleo familiar miedos, preocupaciones y bloqueos en las relaciones.
- Los ciclos familiares a considerar en el proceso terapéutico.
En las familias con un miembro con discapacidad intelectual, el ciclo vital individual y familiar puede llegar a interrumpirse, como si se congelara. En parte, debido a que la familia puede sentir dificultades para cumplir las tareas específicas que le correspondería en cada etapa o porque se producen situaciones que alteran la homeostasis familiar, que dificultan el ajuste a los cambios naturales relacionados con nuevos roles y tareas. No surgen cambios en las funciones, los padres permanecen como cuidadores eternos. Tampoco hay cambios en las tareas evolutivas, por lo tanto, no se generan nuevos repertorios de comunicación ni de resolución de problemas. La familia algunas veces se hace más rígida y no admite cambios. Esta inadaptación sostenida puede conducir con mucha probabilidad a una crisis familiar (Haley, 1980).
La persona con discapacidad intelectual se detiene en adolescente o adulto joven, y rara vez se comporta como un adulto maduro. La familia tiene un adulto con discapacidad que no termina de separarse como tal, y suele seguir funcionando como si fuera un escolar o adolescente eterno. En estos casos, es aconsejable tener en cuenta a los hermanos e invitarlos a alguna sesión ya que con frecuencia pueden ser mediadores entre los padres y la persona con discapacidad, promoviendo una mayor autonomía, oportunidades de relación, etc. (García, 2016).
A veces la persona con discapacidad intelectual hace un síntoma respondiendo a un momento del ciclo vital evolutivo familiar (Haley, 1980). Puede aparecer una depresión tras la emancipación de un hermano. El síntoma encubre los deseos no comunicados de la persona de su propia autonomía, o los deseos no atendidos o escuchados del paciente. O, por ejemplo, llegada la etapa de jubilación de los progenitores, éstos han de enfrentar el difícil dilema de cumplir su anhelo de mudarse por fin a su casa en la playa y, consecuentemente, separase de su hijo, quien debe seguir respondiendo a sus obligaciones laborales; o que éste renuncie a su actividad laboral y, por tanto, a su autonomía, socialización, desarrollo personal, etc.; a su proyecto vital, en definitiva. Estas relaciones de dependencia entre figuras, con frecuencia, muy fusionadas van a requerir un arduo trabajo terapéutico (Bowen, 1991).
En otras ocasiones, la familia puede funcionar edulcorando la realidad o simplificándola, evitando marcar límites o normas correspondientes a la edad de la persona con discapacidad intelectual, por lo que éste no está entrenado a enfrentarse a los límites reales de la vida cotidiana.
- Especificidad de la discapacidad intelectual.
La especificidad de la discapacidad intelectual a veces enmascara problemas físicos y psicológicos; así como factores de riesgo difícilmente identificables. Por ejemplo, un dolor o malestar físico puede comunicarse con conductas autolesivas; o una depresión puede derivarse de un duelo no expresado, por tanto, ni acompañado ni resuelto. Asimismo, es importante evaluar factores de riesgo; esto es, cotejar con la familia y/o otros agentes del entorno posibles vulnerabilidades al acoso, abuso económico, negligencias en el cuidado, etc.
Otra especificidad de la persona con discapacidad intelectual son los problemas de habla y lenguaje, por lo que la comunicación se hace más difícil. Su lenguaje es muy sencillo, a veces el vocabulario es escaso y su ritmo de respuesta puede ser muy lento; por lo que se debe usar un lenguaje sencillo para asegurarnos que nos comprenda (García, 2009). Para facilitar la comunicación, se debe tener presente la edad cronológica, atender a la comunicación no verbal, asegurar una mirada simétrica por parte del terapeuta, cuidar y atender al tono de voz –sin matices infantilizadores-, al gesto y postura –sin sobreprotección-; en definitiva, cultivar la simetría relacional (Watzlawick, 1999).
La persona con discapacidad intelectual a menudo tiene un pensamiento muy concreto y dificultad para comprender abstracciones. Esto, con mucha frecuencia, genera malos entendidos y experiencias frustrantes (McGuire y Chicoine, 2023). Asimismo, pueden tener dificultad para diferenciar entre los estados mentales propios y ajenos. Por ejemplo, si compartió una información con un profesional, puede considerar que otros profesionales ya son conocedores de dicha información.
Tienen menos posibilidades para analizar y hacer asociaciones que puedan dar luz sobre lo que ha precipitado, facilitado o mantenido el síntoma. El terapeuta debe asegurarse de conocer los cambios acaecidos antes de surgir el síntoma. A veces hay varios cambios aparentemente sutiles o incluso positivos que impactan en el paciente y que pasan desapercibidos. Por ejemplo, la promoción laboral de un progenitor puede ser una alegría para la familia; sin embargo, para la persona con discapacidad intelectual puede conllevar un cambio en sus rutinas o menor presencia de este progenitor en su vida.
- La devolución a la familia
El terapeuta ha de cuidar extraordinariamente la devolución a la familia respecto a lo que entiende que está pasando; y ha de ser en presencia de la persona con discapacidad intelectual para dar la oportunidad de expresar, comunicar, y responsabilizarse de su situación. Debe contar con el consentimiento de la persona con discapacidad, y preguntarle quién considera que debe ser informado.
El terapeuta también debe cuidar el vínculo con la familia, evitando siempre rivalizar; muy al contrario, debe formar equipo con la familia, para facilitar la relación de confianza.
El vínculo se fortalece acompañando al otro, respetando sus valores familiares, con información adecuada y transparente, valorando el mínimo cambio de la persona, dando esperanza, estando disponible en la escucha. Acompañar supone aceptar al otro, sin juzgarle; pensar en su situación y en su camino hasta llegar al momento actual, a menudo lleno de incertidumbre y soledad, sin información adecuada o diagnóstico preciso, y sin los apoyos necesarios.
Puede suceder que una familia no está preparada para un cambio significativo y le vale con mitigar su malestar. El terapeuta no debe correr detrás del cambio; debe acompañar, seguir el ritmo de la persona, de la familia y del sistema al que pertenece (García, 2020).
- Rol del terapeuta en el equipo interdisciplinar y la supervisión
Una dificultad posible es que la terapia se ejecute dentro de la misma entidad a la que acude la persona a otros programas o actividades. Por ello, puede que al terapeuta le llegue información de otros profesionales de la organización, lo que va a influir en la hipótesis del problema.
Si la persona ha sido derivada a terapia por otro profesional de la misma entidad, hay que ser especialmente cuidadoso con la protección de su intimidad. Hay que atender al código ético del psicoterapeuta; saber lo que se puede y no se puede contar y calibrar el feedback sobre la evolución del caso.
El terapeuta no debe instalarse en el papel de experto que da pautas al resto del equipo, si no más bien aprovechar la oportunidad de recabar información sobre el paciente en otros entornos y sistemas, cómo se relaciona y se comporta, etc. Y solo desde esa horizontalidad, el terapeuta compartirá su perspectiva respecto a las medidas a tomar.
Finalmente cabe señalar que es importante proporcionar espacios y momentos para la supervisión de casos; es una forma de autocuidado para el terapeuta, y de avanzar desde el trabajo personal: ¿qué me conecta con la persona dependiente?, ¿qué lugar tengo yo en mi familia?, ¿qué lugar tengo yo en la diada terapeuta-paciente?, ¿cómo me acerco al dolor de los demás?
Hacer reflexión de la práctica significa permitirse dudar del propio desempeño, ver el propio estilo de apego del terapeuta, y manejar la contratransferencia. Es necesario un autocuidado de descanso, alimentación, buenos amigos y humor.
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